Teresa Maldonado, Pikara Magazine
«El debate intrafeminista sobre prostitución había estado un tiempo en stand-by y ha vuelto en los últimos tiempos con virulencia. No podemos permitirnos que se repitan los grados insoportables de acritud y de encono del pasado», escribe Tere Maldonado, intregrante de feministAlde! a partir de las ponencias presentadas en las V Jornadas Feministas de Euskal Herria y en Feministaldia, el 14 de diciembre de 2019.
1.
En las pasadas V Jornadas Feministas de Euskal Herria, feministAlde! dudamos mucho sobre la conveniencia de plantear una mesa en torno al tema de la prostitución. Nos daba miedo. Sabemos de sobra lo difícil que es discutir este tema entre feministas. Por eso, más que sobre prostitución estrictamente (que también) nos parecía que el feminismo organizado necesitaba una reflexión colectiva, serena y profunda, sobre el propio debate. Propusimos, por tanto, un “meta-debate”: analizar y discutir entre todas cómo se está dando en el feminismo el debate sobre prostitución. Además, insistimos en que el “meta-debate” tenía que ser en un tono respetuoso con todas las posturas, que cada quién pudiera expresar su punto de vista atendiendo al de la otra y con el objetivo de localizar acuerdos.
La cuestión del “sexo comercial” (en la que se engloba la prostitución junto con algunas otras prácticas como el consumo de pornografía) dividió drástica e irreconciliablemente al feminismo anglosajón hace décadas. Y desde entonces se supone que las feministas estamos divididas eternamente entre dos polos excluyentes e irreconciliables: la lucha por la abolición y la erradicación de la prostitución, de un lado, y la lucha por el reconocimiento de derechos a las mujeres y, en general, a las personas que se dedican a ella, del otro.
Y este es un primer punto en el que queremos contribuir a reubicar el debate: no es cierto que sean dos posiciones absolutamente irreconciliables, que no se pueda aspirar a la desaparición de la prostitución a la vez que se busca reconocer derechos a las prostitutas, no es cierto que defender los derechos de las prostitutas implique considerar la prostitución una forma de empleo entre otras.
Caben muchos matices, entre el blanco y el negro hay una tupida gama de colores que están siendo sistemáticamente invisibilizados por quienes se encuentran en los extremos de ese continuo, defendiendo posiciones que de entrada son tan legítimas como las demás, pero que en la medida en que contribuyen a polarizarlo al máximo, que exigen adhesión completa y sin fisuras a un ideario, que nos ponen a las demás en la tesitura del “conmigo o contra mí”, en esa medida, sí nos parece que pierden parte —al menos— de su legitimidad.
Esos dos polos presentados siempre como irreconciliables reflejan tal vez la posición de algunas, o incluso de muchas feministas, pero no hemos de presuponer que den cuenta de la opinión de la mayoría de nosotras y, desde luego, no expresan la posición de todas las feministas.
Por eso quisimos reivindicar el lugar y el espacio que deben (debemos) tener las feministas que no lo tenemos tan claro, que vemos tanto buenas razones como objeciones y pegas en ambas posturas. Somos muchas (y aunque seamos pocas) las que reclamamos que no nos planteen un desgarrador “o conmigo o contra mí”. Necesitamos dejar de poner el énfasis en las divergencias y acotar terrenos de acuerdo y análisis compartido por todas las feministas.
Es cierto que hay desacuerdos y que son muy profundos, pero también sucede que cada una de las posiciones enfoca y trae a primer plano distintos aspectos de la prostitución, de manera que no todo lo que dicen unas y otras es obligatoriamente contradictorio e incompatible. A veces, simplemente, estamos hablando en planos diferentes.
2.
Decía Nietzsche que lo que tiene historia no tiene definición. Correlativamente, lo que tiene definición carecería de historia. Bien: la prostitución (como ocurre con otras prácticas e instituciones) y como fenómeno complejo que es se puede definir y también tiene historia. Las dos cosas a la vez.
Las defensoras de los derechos de las prostitutas hacen un análisis fundamentalmente sincrónico de lo que la prostitución es ahora, es decir, la definen olvidando su historia, o relegándola a un papel secundario. Hoy la prostitución es una actividad con numerosas facetas, la ejercen no solo mujeres sino también hombres para otros hombres así como hombres para mujeres. La prostitución hoy puede ser “elegida” como forma de obtener ingresos (y, en ese sentido, es trabajo sexual, como afirman las pro-derechos), con las limitaciones que toda elección tiene en los contextos capitalistas y patriarcales.
Esta visión de la prostitución, que subraya su aspecto sincrónico, dice muchas cosas que son ciertas hoy, pero es una visión atemporal, ahistórica. Define asépticamente la prostitución como “oferta de servicios sexuales remunerados”, sean hombres o mujeres, cis o trans, quienes la ejercen y quienes la solicitan. En alguna medida, es así. En pura teoría, en una sociedad hipermercantilizada, cualquiera puede ofrecer o solicitar servicios sexuales a cambio de dinero. Hoy se dan además facetas del asunto que antes no existían, y han aparecido prácticas más o menos colindantes a lo que hemos entendido hasta ahora como prostitución, como son la asistencia sexual solicitada por personas con alguna discapacidad (generalmente por hombres con alguna discapacidad, pero no solo) o el caso de las mujeres como clientas de servicios sexuales (y a veces, sexo-afectivos); todo ello añade complejidad a un fenómeno ya de por sí resbaladizo y poliédrico. Nos parece que son cosas todas ellas que no se pueden pasar por alto.
Pero la prostitución, además de una práctica que tiene lugar en el mundo actual, es también una institución con una larga historia. Y su historia también la hace ser lo que es hoy. Por eso es necesario añadir a lo anterior un análisis diacrónico de la misma, contemplarla en su desarrollo histórico, temporal. Este tipo de análisis es el que suele subyacer en los planteamientos de las defensoras de la erradicación de la prostitución. En él aparecen aspectos que hacen más difícil pretender hablar asépticamente de oferta de servicios sexuales a cambio de dinero al margen del sexo/género de quien los ofrece y quien lo solicita de forma apabullantemente mayoritaria.
En este análisis se pone de manifiesto que históricamente (y hoy en una grandísima medida) son mujeres las que ofrecen servicios sexuales a hombres, que a su vez son de forma masiva los clientes de la prostitución, también cuando es ejercida por hombres. Esto no puede ser un dato secundario o una trivialidad para ninguna feminista. No es un dato que pueda minimizarse como a veces parece que hacen algunas feministas pro-derechos.
Cuando las feministas pro-derechos hablan de ‘personas’ que ejercen la prostitución están borrando la historia. Y la prostitución como práctica social institucionalizada y con una historia es hoy producto de lo que históricamente ha sido. Este análisis más histórico es el que presupone la postura abolicionista, que considera la prostitución como una institución patriarcal y capitalista, complementaria del matrimonio, que desde una perspectiva feminista no cabe sino erradicar [1].
Por lo demás, concebir la prostitución y el matrimonio (y con él la familia) como instituciones patriarcales complementarias es algo que hacen autoras vinculadas a las dos posturas. Victoria Sau, abolicionista, explicaba que el patriarcado es una forma de distribución de mujeres, una para cada hombre (institución del matrimonio) que deja un remanente de mujeres que no son propiedad de ningún hombre en concreto porque son de todos, las prostitutas. De manera que combatir la prostitución debía ser inseparable de combatir el matrimonio (aunque no parece que la abolición del matrimonio esté en la agenda feminista; esto lo abordamos después). Pero también Gail Pheterson (autora del clásico Nosotras, las putas) alude a que la diferencia entre prostitución y matrimonio es la que hay entre apropiación privada y apropiación pública de las mujeres por parte de los hombres.
Hasta aquí hemos reprochado a las feministas pro-derechos ignorar la historia. También nos parece que puede reprochárseles que a veces hayan reducido a mero puritanismo sexual las opiniones que discrepan de sus planteamientos, o que hayan tirado de algunas boutades para ‘argumentar’ su posición, como aquello de que todas somos putas [2] (en cambio, algunas hoy se desdicen de aquello otro de que la prostitución es un trabajo “como otro cualquiera”).
En un debate tan polarizado tampoco ha sido de mucha ayuda que las feministas pro-derechos hayan hecho a veces un totum revolutum amalgamando la cuestión de la prostitución como trabajo (según lo plantean ellas) con el insulto patriarcal de puta →zorra→cerda/guarra→ mujer a la que le gusta el sexo y disfruta con él.
Es decir, que hayan saltado del sustantivo aséptico (que aludiría a un trabajo remunerado, según lo plantean ellas mismas) al insulto patriarcal que se pretendería “resignificar”. La resignificación siempre es problemática. Lo que se logra transformar es una parte del significación, su connotación, pero no la definición (o significado denotativo). Cuando se resignifica la palabra puta (u otras) o se procura hacerlo, lo que cambia es la connotación peyorativa asociada al término en determinados contextos (por lo demás bastante limitados), no la definición del diccionario que se mantiene inamovible. Pero, en todo caso, si (hipótesis) la prostitución es un trabajo, no todas somos putas (como rezaba también el título de una recopilación de relatos cortos ultramachistas, Todas putas).
Al margen del trabajo/empleo que cada una tengamos, o estando desempleadas, el sexo puede gustarnos mucho o poco, pero adjetivar a la mujer a la que le gusta el sexo de “guarra” (fuera de contextos sexuales en los que cabría hacer otras matizaciones) supone mantener un imaginario judeo-cristiano que asocia el sexo con lo sucio, con lo rechazable. “Zorra”, por su parte, tiene las mismas connotaciones que “puta” y también las de “mala persona” (por eso podía tener sentido un ejercicio de “resignificación” como el de las Vulpes y su “me gusta ser una zorra”…). En fin, dejemos esta deriva.
Sin embargo, no todo son reproches por nuestra parte a las feministas “pro-derechos”. Hemos de reconocerles su significativa aportación al análisis y la denuncia del estigma social que recae sobre quien se declara prostituta, uno de los más pesados que cabe soportar. No en vano “hijo de puta” sigue siendo el insulto por antonomasia. Aunque no estemos necesariamente de acuerdo con todas las consecuencias que ellas derivan del análisis del estigma, es cierto que la división patriarcal entre mujeres “buenas” (madres, esposas, hijas… siempre “de” un sujeto varón) y mujeres “malas” que son por excelencia las putas (junto con las brujas y las lesbianas) es central para el mantenimiento del statu quo patriarcal. En la medida en que —aun sin pretenderlo— reforcemos el estigma que recae sobre las prostitutas, estaremos apuntalando el orden patriarcal que queremos derrumbar.
También tenemos algunas matizaciones con respecto a los planteamientos de las abolicionistas.
Las feministas no podemos obviar que en un momento dado algunas prostitutas tomaron la palabra para reclamar, a veces con un orgullo similar al “orgullo gay” o al Black is beautiful, la consideración social y el reconocimiento de la prostitución como una forma de trabajo sexual. Es decir, se erigieron en sujetos del discurso que habla sobre lo que ellas hacen, sobre prostitución. Creemos que no se puede pasar por alto.
Por eso nos parece muy desafortunado hablar sistemáticamente de “mujeres prostituidas” (como acostumbran a hacer algunas abolicionistas) pasando de la voz activa a la pasiva para recalcar subrepticiamente el carácter de objeto de las prostitutas, despojándolas de su condición de sujetos.
De forma similar, equiparar sistemáticamente toda forma prostitución a trata y explotación sexual es falaz, es propagar una falsedad. Y aunque numéricamente haya que matizar cuántas son las mujeres que reclaman con orgullo su condición de prostitutas, el caso es que algunas lo hacen, y muchas más reclaman derechos para poder ejercer la prostitución en condiciones no lamentables. Diacronía e historia sí, pero también sincronía: una de las cosas que hay hoy son mujeres que ejercen la prostitución y reclaman derechos para ese ejercicio.
Pensamos que no se puede no reconocer la capacidad de agencia de las prostitutas, en eso coincidimos con las pro-derechos. Pero ese reconocimiento no significa que debamos prescindir sin más de todos los análisis feministas que abordan la prostitución como una institución eminentemente machista y patriarcal. En eso coincidimos con las abolicionistas. Sincronía y diacronía.
Pensamos además que reconocer derechos no implica dejar de analizar hechos. Habrá y hay mujeres que siguen buscando dar con un buen marido y fundar una familia más o menos machista y patriarcal. No se trata de que vayamos casa por casa diciendo a esas mujeres lo equivocadas que están al hacer esa elección (que ahora lo es, en todo caso, gracias al feminismo). Debemos seguir analizando la familia patriarcal como uno de los lugares en los que de forma central se materializa la subordinación de las mujeres.
Y lo mismo deberemos seguir haciendo con la prostitución, institución con una historia eminentemente patriarcal que en esta fase del capitalismo financiero hiper-mercantilizador de todo lo que se mueve está adoptando nuevas formas que deberemos abordar las feministas de forma sosegada y sin enfadarnos de por vida.
3.
Pero como sucede en casi todos los conflictos, la equidistancia no es aquí tampoco la posición más justa. La equidistancia suele ser una forma de “lavarse las manos” que nosotras no queremos llevar a cabo aquí. Nos parece que últimamente ha emergido un abolicionismo sectario e intransigente que está tirando de la cuerda hasta tal punto que pareciera que su objetivo final fuera romperla definitivamente. También en el otro extremo pueden estar dándose algunos excesos pero creemos que, por lo general, se trata de actitudes reactivas ante los planteamientos de las abolicionistas vehementes.
Muchas feministas se definirían como abolicionistas porque para ellas en un mundo ideal desde el punto de vista feminista no habría prostitución; sin embargo, no se definen así públicamente porque no quieren ser asimiladas a ese sector que estamos denominando —con una terminología lo más neutra posible— “abolicionistas vehementes”. Se trata de unos planteamientos y —sobre todo— unas formas de discusión que están proliferando últimamente sobre todo en las redes sociales.
Las abolicionistas vehementes suelen tener un argumentario cerrado que se niegan a someter a discusión y que defienden como dogma de fe a la mínima ocasión. A veces la vehemencia se convierte en agresividad cuando ponen su planteamiento sobre la mesa sea cual se el tema a debatir, incluso aunque se les solicite expresamente que no lo hagan porque no es el tema del debate o la mesa en cuestión.
Este abolicionismo además de vehemente es intransigente, niega que haya un debate político entre feministas sobre prostitución. De hecho, no aborda la cuestión de forma política, sino que lo hace de forma claramente religiosa. Los paralelismos con las discusiones teológicas son abrumadores. La postura que adoptan ellas es la del dogmatismo religioso más integrista, fundamentalista y exaltado. Que alguien niegue o simplemente ponga en cuestión lo que una abolicionista intransigente de estricta observancia considera verdades eternas e indiscutibles convierte automáticamente a esa persona en hereje. No comulgar al cien por cien con sus planteamientos —repetidos como doctrina de la que no cabe disentir— supone ser lanzada a las tinieblas de la excomunión. Para ellas, prestarse a discutir los matices de la cuestión y reconocer contradicciones al abordarlas, dada su enorme complejidad, es alta traición, sacrilegio que debe ser rechazado con un expeditivo vade retro satanás.
La heterodoxia no se concibe. La flaqueza en la fe no se perdona. Ser feminista es ser abolicionista, repiten como un mantra. La adhesión a la ortodoxia ha de ser incondicional y completa, y afecta a todas las facetas de la vida de la creyente, que defenderá el dogma con vehemencia en toda ocasión que se le presente. Una buena abolicionista lo es de la mañana a la noche en todos los momentos de su vida, de manera que si en su presencia alguien hace un comentario o una afirmación tenida en la secta por blasfema, ella se rasgará las vestiduras, clamará al cielo henchida de santa indignación y afirmará con fervor su adhesión inquebrantable a la verdadera fe, sin vacilar en ningún momento en descalificar de todas las maneras posibles a la blasfema y lanzarla a las llamas del fuego eterno si ello fuera posible.
Por desgracia, no se trata de una caricatura, sino de una descripción bastante veraz del comportamiento y la actitud de algunas abolicionistas intransigentes. Bien: esto es religión, no es política.
Plantear la cuestión en términos políticos supone sacarla del terreno de la certeza inmutable y llevarla al campo del debate y el disenso, del análisis matizado y de la duda, de lo negociable, de lo revisable. Sabiendo que la cuestión está llena de pliegues y es tremendamente compleja. Recordando —además— que no podemos discutir sine die, encantadas con lo enriquecedor del debate interno o desgarrándonos vivas, porque es necesario actuar.
4.
En el siglo XIX el término “abolicionismo” hacía referencia a la esclavitud a la que los blancos sometieron a millones de personas de África y a sus descendientes. En general, el concepto alude a la anulación tanto de leyes y normativas como a la erradicación y extinción de prácticas y costumbres. Sinónimos de abolición serían: derogación, abrogación, anulación, revocación, supresión, cancelación, disolución, prohibición, invalidación, eliminación, extinción. Algunos de los verbos de la lista se aplican a las leyes y las normativas mientras que otros se asocian más a prácticas y costumbres. Pero son cosas muy diferentes: derogar (o poner en marcha) normativas y erradicar (o instaurar) prácticas o costumbres son cosas interrelacionadas de formas complejas, pero no son lo mismo.
Dicho con más precisión: la derogación de una legislación no es garantía de la erradicación de una práctica. Más bien al contrario. La historia nos muestra que, a veces, prohibir y penalizar una práctica supone incluso un incremento de la misma, pero en un contexto de clandestinidad que sólo empeora las condiciones en que tiene lugar y agrava sus efectos nocivos (como ocurrió célebremente con el consumo de alcohol durante el periodo de vigencia de la ley seca en Estados Unidos y como ocurre en general con la penalización del comercio y el consumo de algunas substancias psicoactivas).
En el contexto de la esclavitud de las personas negras en el siglo XIX no cabe duda de que había que llevar a cabo una lucha por la abolición entendida en su doble vertiente: erradicación de una práctica y derogación de la normativa en que se apoya. La práctica de la esclavitud se sostenía en grandísima medida en su mera posibilidad legal. Cierto que había además todo un aparato conceptual ad hoc que animalizaba y cosificaba a las personas sometidas a esclavitud, despojándolas de su condición humana, pero que se evidenció insostenible en la medida que la legislación que permitía la esclavitud se fue derogando.
Pero ¿de qué otras prácticas cabría aspirar a su abolición? ¿Qué hay de “abolir la pobreza”, por ejemplo? En este caso, deberemos primero definir qué es pobreza, y establecer grados. ¿Qué pobreza es la que queremos abolir?, ¿toda?, ¿la más extrema?, ¿y a partir de qué grado es extrema? Una vez de acuerdo en ese punto tendríamos que pasar al cómo. Desde luego, no empeorando la situación de las personas pobres (o empobrecidas, aquí sí es pertinente la voz pasiva, aunque tampoco debamos abusar de ella), ni persiguiéndolas. ¿Persiguiendo a quienes generan pobreza, tal vez? (¿cómo?).
Sólo queremos poner de manifiesto que la abolición de prácticas y normativas es una cosa bastante compleja. Parece que ni es legítimo ni tiene mucho sentido aspirar a la abolición del consumo de alcohol y de otras drogas (que son cosas que deben estar reguladas); sí en cambio debemos alcanzar la abolición de la esclavitud (sin matices) y de la pobreza (con toda la complejidad que conlleva y que acabamos de esbozar sumariamente); también debemos aspirar a la erradicación de la prostitución forzada y de la trata de personas con fines de explotación sexual… ¿Pero qué significa exactamente aspirar a la abolición de toda forma de prostitución? ¿Cómo se puede garantizar que nadie-nunca-en-ningún-lugar ofrezca o solicite servicios sexuales a cambio de dinero?
Lo anterior no significa que no estemos de acuerdo con que la prostitución y la pornografía realmente existentes refuerzan y sostienen un modelo de sexualidad muy cuestionable desde el punto de vista feminista. Nos parece muy preocupante que muchos hombres jóvenes se inicien en el sexo mediante la prostitución o que recurran a prostitutas, es decir, a pagar, a convertirse en clientes, para evitar determinados requerimientos de novias o compañeras sexuales exigentes. Debemos incidir en la crítica a los modelos de sexualidad dominantes, de iniciación al sexo, en la construcción de alternativas que entiendan que la sexualidad es un territorio amplísimo, en el que caben muchas cosas cuando son deseadas y queridas, que cuestionen la objetualización sistemática y la hipermercantilización de los cuerpos de las mujeres, que proyecten una forma de deseo de las mujeres no esencializado ni monolítico, etc. Es una tarea a medio y largo plazo que en el ámbito educativo precisaría de una gran inversión y de una potente planificación. Exijamos a las instituciones que lo hagan, vigilemos que lo hagan bien.
Cierto que entre feministas hay discrepancias respecto a cómo entender la sexualidad, y muchas más en la sociedad considerada en su conjunto. Pero también hay suficientes puntos de acuerdo feministas que además en muchos casos han pasado a formar parte del consenso socialmente vigente, sólo puesto en duda últimamente por la ultraderecha sin complejos. Incidamos por ese lado, evitemos retrocesos, paremos los pies al neofascismo en lo que a educación sexual se refiere.
Negándose a abandonar el “o todo o nada” el abolicionismo intransigente se ha enfrentado en algunos lugares a la puesta en marcha de políticas que buscan acabar con la trata de personas con fines de explotación sexual. Esas políticas son factibles, y deberíamos presionar para que las instituciones las pongan en marcha. Por desgracia, las tomas de partido concretas de este sector del feminismo han sido muchas veces prohibicionistas más que abolicionistas (lo cual es, como estamos viendo, algo difícil de concretar en el caso de la prostitución). Y el prohibicionismo como medio para el fin de erradicar la prostitución se ha revelado ineficaz, cuando no contraproducente.
Como decíamos antes, parece que estamos todas de acuerdo en que el matrimonio y la prostitución son instituciones patriarcales complementarias [3]. ¿Dónde quedaron entonces las soflamas feministas que pretendían abolir el matrimonio, o la familia? Y, en todo caso, ¿cómo lo hacemos, por decreto?, ¿y qué hacemos con las personas, también mujeres, también feministas, también feministas lesbianas… que quieren casarse, fundar una familia y vivir en ella? Tal vez se pueda desear su abolición, o aspirar a ella, ¿pero cómo se puede abolir de hecho una institución como lo familia?
En realidad, nadie aspira ya a abolir el matrimonio o la familia, o muy poca gente lo hace. Nos hemos dedicado más bien las feministas a procurar transformarla, y parece que con cierto éxito. Lo que está claro es que hoy la familia tal y como se concebía hace unas pocas décadas, ya no existe, lo que existen son muchos y muy variados modelos de familia. Parece que confiamos en que cabe formar familias que no sean patriarcales, o por lo menos que no lo sean del todo. ¿Podría aplicarse un razonamiento similar a otra forma de sexo comercial como es la pornografía, o a la propia prostitución?
Sin embargo, lo anterior una vez más no es óbice para que veamos que se da un choque entre el modelo de sexualidad promocionado de facto en la prostitución mayoritaria y las críticas feministas a la sexualidad dominante. Este choque se hace evidente al hilo de algunas reivindicaciones de organizaciones de prostitutas. Es una contradicción que asoma, por ejemplo, cuando en una manifestación se grita “no te hagas pajas, que somos muy majas”. Somos conscientes de que un eslogan de manifestación no es una ponencia, pero es muy significativo y revelador. Porque las feministas podemos discrepar en muchas cuestiones, pero todas reivindicamos las bondades del autoerotismo, y para nosotras es muy controvertido patrocinar que las prostitutas no se queden sin clientes. Nos parece que tener clientes de forma permanente y sostenida es una necesidad práctica de las prostitutas en particular que entra en contradicción con los (o con algunos de los) intereses estratégicos de las mujeres en general.
5.
Necesitamos poder discutir con sosiego todas estas cuestiones y llegar a acuerdos de mínimos que nos permitan apoyar como MF unas políticas públicas y denunciar otras, sabiendo que todas tenemos que renunciar a nuestros máximos y que el enemigo no es la otra fracción feminista, sino el antifeminismo y el machismo expreso del neoliberalismo patriarcal y del neofascismo (sin olvidarnos, por supuesto, del machismo que también impregna a muchas gentes y organizaciones de la izquierda).
Como decíamos al principio, necesitamos urgentemente acotar zonas de acuerdo y consenso. La acción política así nos lo demanda. Para ello tenemos que —primero— enfriar y rebajar el tono del debate y —después— renunciar a concebir nuestra postura como innegociable en su totalidad. Municipios y otras instituciones del Estado se ven en la obligación de poner en marcha normativas y regulaciones ante las que el MF ha de adoptar una postura. O, incluso, más allá de la acción pasiva de posicionarse ante una determinada normativa puesta en marcha por la institución, el MF debería tomar la iniciativa, participar en su elaboración y exigir su puesta en marcha.
En este punto nos parece crucial que el feminismo actúe unido, acordando un programa de mínimos que sea sustraído al debate que seguiremos teniendo seguramente por mucho tiempo. Para ello es necesario que todas aparquemos nuestras posiciones de máximos (“o todo o nada”). Y seguramente también a estas alturas que curemos las heridas generadas en la contienda (“yo, con esas, nada”).
Es necesario también que acotemos terrenos de acuerdo. En este sentido, creemos que debemos llegar a acuerdos en dos puntos: en la lucha sin cuartel contra la prostitución forzada y la trata y el tráfico de personas con fines de explotación sexual, por un lado y, por otro, en el reconocimiento efectivo de derechos para las mujeres (y personas en general) que ejercen la prostitución vinculándolo a la obtención de papeles por parte de las mujeres migrantes.
El debate intrafeminista sobre prostitución había estado un tiempo en stand-by y ha vuelto en los últimos tiempos con virulencia. No podemos permitirnos que se repitan los grados insoportables de acritud y de encono del pasado. No puede ser que en el momento en el que el feminismo consigue movilizar un número de mujeres inimaginable hace nada, que consigue marcar la agenda política como nunca antes lo había hecho, los desacuerdos entre feministas y nuestras divisiones internas nos pongan a los pies de quienes han aparecido en la escena para arrasar con todos los avances que tan costosamente habíamos conseguido entre todas.
A algunas nos daba miedo tener el debate en las Jornadas. Finalmente lo tuvimos y fuimos capaces de discutir con tranquilidad y respeto. Fue un primer paso. Debería haber más.
11/12/2019
Teresa Maldonado es integrante de FeministAlde!
Ilustración: Señora Milton