Flora Pozzobon, Hórdago, 4 de enero del 2020
Creo que es necesario reconocerle al movimiento feminista su capacidad para empaparse de la luchas de las más oprimidas y de cuestionarse su propia práctica —como lo hizo en la mesa decolonialidad y antirracismo—, de tal forma que no ha dejado de ampliar su agenda. En mi opinión, uno de los hitos anteriores de este compromiso fue la clausura de la subdelegación de Extranjería durante la huelga del 8M en Bilbao. Sin embargo, el enfado era patente en la mesa decolonial, ese que brota a partir del dolor que supone toparse una y otra vez con un sistema de exclusión que es invisible para la mayoría: el racismo. Son esos mecanismos invisibles para la blanquitud pero que nos atraviesan el cuerpo a las mujeres racializadas e inmigrantes. El trabajo que tenemos ahora por delante es el de proyectar esa rabia contra el opresor.
El racismo es una realidad rampante en Euskal Herria. Aunque no siempre de forma tan explícita como en una redada, es un sistema de opresión que está presente en todas las instituciones, desde la sanidad hasta la retórica de los planes de integración. Este no es un país fácil para las mujeres migrantes, como tampoco lo es para una vasca que no sea, en palabras de Jeanne Roland, “como se espera”. Una vasca negra, por ejemplo, no lo tiene fácil porque la construcción de “lo vasco” ha dejado muy poco lugar para la diversidad y esta se ha situado casi siempre en el plano de la otredad. Sacar a una chica negra o asiática en los anuncios de Euskal Telebista (ETB) o de la Universidad Pública Vasca (UPV) no alcanza. Jeanne también lo recordaba desde la mesa al señalar que “la Ley de Extranjería no es competencia del Gobierno vasco pero aquí también hay leyes que excluyen de las mujeres inmigrantes”. La construcción de un feminismo decolonial pasa por el reconocimiento explícito de esta realidad.
Algunas veces escuchamos a compañeras feministas enunciar que encarnan la interseccionalidad porque sufren opresión por razones de género, clase y condición nacional-lingüística. Pero muchas veces lo hacen desde la universidad, con papeles, o desde su estatus de clase media blanca occidental. Y esas frases nos revuelven el estómago a las mujeres inmigrantes y racializadas, sobre todo cuando nos preguntamos si la mujer que les limpia el despacho o la casa habla euskera. Ya sabemos que las únicas ofertas laborales de la web de Lanbide que no lo exigen son las de limpiadora o cuidadora interna. Otras veces, se nos hiela la sangre cuando escuchamos enunciar en este contexto lemas nacidos en Latinoamerica, como “cuerpos y territorios en resistencia”. ¿Por qué no se explicita el origen de los mismos o por qué no se menciona que las resistencias del Sur Global son muchas veces la vanguardia de la lucha antipatriarcal, anticolonial y anticapitalista y que nutren la práctica política y la producción teórica del Norte? Saberes a menudo colectivos y que en ocasiones una élite académica occidental capitaliza para sí. Por último, y como se evidenció en Durango, debemos evitar caer en torpes comparaciones entre el sufrimiento generado por sistemas de expolio y dominación como el colonialismo y la esclavitud, origen y el sostén del capitalismo, y el dolor de este pueblo.
El movimiento feminista lleva en sus entrañas la búsqueda de un sujeto político inclusivo y plural. Y en Euskal Herria hemos demostrado, aunque a veces duela, que somos capaces de reconocernos y de cuestionarnos para seguir creciendo. Por eso, nosotras, las que llegamos a estas tierras expulsadas de nuestros territorios por un sistema que ha construido la abundancia del Norte a costa de la explotación de Sur, nosotras que aún no hemos asimilado que nuestras bisabuelas fueran esclavas, nosotras que tenemos muchas compañeras que viven hoy prácticamente como lo hicieron ellas, en un cuartucho en la casa del patrón, tendemos la mano para seguir construyendo un feminismo decolonial en esta tierra.
Foto: Ecuador Etxea