Lo que la consejera de Igualdad del Gobierno vasco llama “el cuidado de las familias” es el trabajo invisibilizado y gratuito de las mujeres, como viene señalando desde hace décadas ya la economía feminista.
Feministalde, Pikara Magazine, 16/12/2020
Hace unas semanas la consejera de Igualdad del Gobierno vasco, Beatriz Artolazabal, nos dejó sin habla. Casi por casualidad (es decir, no en las noticias de la televisión pública ni en ningún otro medio de comunicación, sino en una red social), nos enteramos de que la señora Artolazabal y los suyos (suponemos que su partido, el PNV, y/o el Gobierno de coalición que su partido ha formado con el PSE-PSOE) están en contra de un determinado modelo de provisión de cuidados. Según la consejera hay quien piensa que todos los cuidados deben provenir de la Administración. O que los servicios públicos han de ser de gestión pública directa. “Ese no es nuestro modelo” dijo, leyéndolo, no improvisando. También explicó por qué no es su modelo, y en una sola frase: “Está lejos de ser sostenible económicamente”. Defender que los servicios públicos sean públicos es demagogia evidente, añadió. Acto seguido se puso metafísica y se hizo a sí misma unas cuantas preguntas: “¿Merecería la pena perder el cuidado de las familias, la solidaridad organizada de la sociedad civil? ¿Merecería, para cada persona que requiere de apoyos, perder esto?”. Según su opinión, eso sería una pérdida como sociedad. Ella es más de auzolana. O tal vez tenga miedo de que nos ocurra aquí lo que cuenta el inquietante documental La teoría sueca del amor.
A ver por dónde empezamos. De momento habrá que recordarle a la consejera que hay personas que no disponen de apoyos familiares, que están solas, algunas viven en la calle (puede preguntar a los servicios sociales de diputaciones y ayuntamientos). Pero no solo. Lo que ella llama “el cuidado de las familias” es el trabajo invisibilizado y gratuito de las mujeres, como viene señalando desde hace décadas ya la economía feminista. De ahí la distinción entre trabajo y empleo. De ahí la necesidad de contabilizar en las cuentas públicas el trabajo no remunerado que muchas mujeres llevan a cabo a costa de su propia salud, equilibrio mental y emocional. De ahí la necesidad de abordar en qué condiciones se lleva a cabo el empleo de hogar. Lo que sostiene la economía monetaria (incluido el empleo) es precisamente esa ingente cantidad de trabajo invisible y no pagado, o muy mal pagado. Pero la consejera entiende por sostenibilidad otra cosa. Habla de sostenibilidad económica, que queda medio-bien, queriendo decir beneficio económico, que es un poco más feo.
Desde hace tiempo sufrimos una lluvia fina y persistente que con el tiempo ha terminado calándonos hasta los huesos. Mediante ella, de forma imperceptible pero incesante, se va moldeando la opinión generalizada. Las sociedades contemporáneas no prescinden de mitos, aunque solo reconocen como tales los de otras sociedades (anteriores en el tiempo o ubicadas en otra geografía). Los mitos colectivos de nuestras sociedades funcionan: lo que dicen se considera directamente sentido común. No es objeto de debate sino el punto de partida de cualquier discusión. Un ejemplo muy claro es el mito de la mayor eficiencia de la gestión privada de los servicios públicos. No importa que la gestión privada los convierta en negocio, de manera que dejan de ser servicios públicos, igual que quienes los utilizan se convierten en clientes. Da la impresión de que la consejera (ojo, de Igualdad) más allá de aceptar con mansedumbre el mito, contribuye entusiastamente a sostenerlo, tal vez porque, a raíz de la pandemia, alguna grieta en su credibilidad parece que se ha abierto. Y hay que cerrarla rápidamente, no vaya a ser que se haga cada vez más grande, y se nos cuele por ella el negocio.
Hay que recordar también, frente a la matraca en sentido contrario, que la sanidad o la educación públicas no son gratis: las pagamos entre todas y entre todos. La sanidad privada, igual que la educación (pero también la industria textil o siderúrgica) se aprovecha de infraestructuras y de instalaciones públicas que no exigen a nadie un peaje extra, pero que sí necesitan que todo el mundo aporte en impuestos lo que le corresponda según sus ingresos. Ingresos, no lo olvidemos que, en el caso de los beneficios empresariales, han sido posibles gracias, precisamente, a esas infraestructuras públicas (carreteras, alumbrado, recogida de basuras, etc.). Tal vez la consejera de Igualdad quiera hablarnos otro día de fiscalidad.
Eso sí, la sanidad o la educación privadas, igual que la industria textil o siderúrgica, han de proporcionar beneficio, ganancia, plusvalía. Eso es ser sostenibles para la mentalidad triunfante en el capitalismo financiero. Cuando dicen que las cosas son sostenibles si son rentables quieren decir si sirven para ganar dinero. Y ya en ello, lo mejor es que produzcan el máximo beneficio posible. Como las personas enfermamos y vamos a seguir haciéndolo, como una forma u otra de educación va a seguir siendo necesaria y como las mujeres han dejado de hacerse cargo de forma masiva de los cuidados gratuitos dentro de las familias, por ese lado no hay problema: hay negocio asegurado. La sanidad privada va a tener beneficio, plusvalía. La señora Artolazabal puede dormir tranquila.
Los servicios públicos se vienen externalizando, o sea, privatizando desde hace rato. El proceso privatizador en España, en marcha desde los años de Felipe González, puso en manos privadas las grandes empresas públicas de los llamados sectores estratégicos (energía, telecomunicaciones, etc.). Hemos visto cómo empresas que gozaban de buen estado de salud (Telefónica, Endesa, Repsol…), de ser de todos pasaron a ser de sus dueños y a dar beneficios a sus accionistas.
Otro ejemplo más cercano a nuestra comunidad son los comedores escolares. ¿Ha redundado la privatización en un mejor servicio, excelencia del producto ofrecido, más calidad o mayor retribución del trabajo? No, todo lo contrario. El resultado de la sustitución de cocinas en los centros y comedores con personal público por servicios de catering solo ha traído como resultado precariedad de las condiciones laborales y una degradación inusitada del producto servido. Eso sí, de beneficio empresarial y enriquecimiento de cuatro (nueve, concretamente) empresarios ha salido un buen pedazo.
La pandemia ha puesto sobre la mesa la necesidad no solo de defender y mejorar la educación y la sanidad públicas, tan maltrechas, sino la urgencia de establecer un sistema público de cuidados. Un sistema que garantice que toda persona que lo necesite será atendida en condiciones. Un sistema que asegure en ese sector un empleo no precarizado (¿le suenan a la consejera las denuncias y reivindicaciones de las trabajadoras de las residencias, de las asistentes domiciliarias, de las empleadas de hogar?). Eso no borra la necesidad de cohesión social, de creación de lazos comunitarios, de solidaridad. No. Es la única garantía de que pueda haber lazos comunitarios no asentados en el abuso y la sobre explotación de los eslabones más débiles de la sociedad: auzolana.
El historiador socialdemócrata (ojo, no social-comunista ni feminista radical) Tony Judt, en su libro Pensar el siglo XX, afirmaba: “Los grandes vencedores del siglo XX fueron los liberales del siglo XIX, cuyos sucesores crearon el Estado del bienestar en todas sus posibles formas”. Según explicaba, fueron ellos los que consiguieron poner en marcha unos estados democráticos fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades complejas sin recurrir a la violencia o la represión. “Seríamos unos insensatos si renunciáramos alegremente a este legado”, añadía. Según él, hay que elegir entre la política de la cohesión social basada en unos propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del miedo. Judt murió hace una década. Hoy lo que él denominaba política del miedo es ya necropolítica. Vamos avanzando.