Tere Maldonado, publicado en Diario Diagonal
En un reducido lapso de tiempo hemos tenido ocasión de conocer dos noticias sorprendentes. Ambos sucesos han tenido lugar en Francia, país comúnmente tenido por progresista en las costumbres. El primero de los sucesos tiene lugar en una playa de Niza: cuatro hombres armados (concretamente, cuatro policías) obligan a una mujer a desnudarse, o por lo menos a desprenderse de algunas de sus ropas, por lo que se ve, llevaba demasiadas; ahí están los cuatro hombres de pie mirando fijamente a la mujer, sentada en la arena, despojándose en silencio de sus prendas de vestir mientras su hija se deshace en lloros a su lado.
La otra noticia nos cuenta que, en una playa de la otra punta de Francia, una mujer que hacía topless es brutalmente apaleada por un grupo de personas; en este caso se encontraba acompañada por el marido y las criaturas de ambos. Parece que el marido no pudo ayudarla porque a él también lo golpearon y los agresores eran demasiados. La prensa calificó la paliza de “salvaje”. Supongo que las criaturas llorarían también lo suyo en este caso.
La imagen es durísima en los dos casos. En ambos hay una mujer a la que se obliga a mostrar su cuerpo de esta o aquella manera. En los dos se pone de manifiesto que el cuerpo de las mujeres es un campo de batalla, por utilizar la expresión de la artista feminista Barbara Kruger. Campo de batalla para determinadas concepciones del Estado, de algunos hombres y de una parte de la sociedad. Detrás de los dos sucesos encontramos unos mandatos de género contrapuestos pero, paradójicamente a la vez complementarios.
En uno de los casos el cuerpo de las mujeres se concibe como algo a ocultar, a cubrir, a esconder. Por toda la cuenca mediterránea ha sido usual históricamente que las mujeres se ocultaran bajo ropajes oscuros, incluso durante los tórridos veranos. A ver, de acuerdo: hoy en día, aquí, a las mujeres no se nos obliga a ir completamente cubiertas, con pañuelos en la cabeza o con tupidas medias negras, podemos mostrar algunas partes del cuerpo, especialmente en la playa, sí; pero ojo, dentro de un límite.
Puedes mostrarte en traje de baño, dice el mandato, pero sin pasarte de la raya, añade amenazante. La mirada masculina está por todas partes, y los hombres no tienen por qué ver según qué cosas (si no, ya sabes lo que puede pasarte ¿verdad?); que las mujeres enseñen las tetas es una guarrada (¿una provocación?) y no hace falta decir qué es una mujer que enseña los pechos; si no cambia de actitud y de conducta, debería ser consciente de lo que puede ocurrirle. Lo mismo si vas con minifalda, chavala, o si sales de marcha y te da por hacer tonterías.
A la mujer que hacía topless, cuando estaba tirada en el suelo por efecto de la paliza, un hombre joven le quitó violentamente la braga del bikini, como queriendo dejar muy claro a qué se expone una mujer que traspasa la línea roja. ¿Tú enseñas las tetas (o llevas minifalda)? Pues luego no te quejes. Este mandato de género se plantea en nombre del decoro y la vergüenza y en contra de la obscenidad y la indecencia; suele tener por detrás grandes dosis de conservadurismo tradicionalista ligado a alguno de los monoteísmos. “Sé una buena chica, pórtate bien, como corresponde a una mujer decente, y no tendrás ningún problema”.
En el otro extremo, nos encontramos con otro mandato de género, antagónico y a la complemento indispensable del anterior. Según éste, el cuerpo de las mujeres es pura mercancía, mero objeto de compraventa; en este sentido, las mujeres deben mostrar, exhibir, exponer, ofrecer su cuerpo para disfrute de los hombres y para que ellos decidan si quieren o no utilizarlo. En todas las ciudades europeas y en muchos más lugares, podemos encontrar mujeres medio desnudas, incluso en el gélido invierno, ofreciendo su cuerpo a los posibles clientes. Este mandato se hace en nombre de la libertad y de la liberación sexual, y suele percibirse en él el rastro del (ultra)liberalismo. “Chica, no seas tan puritana, enseña(me) algo, sé abierta y moderna”.
En sociedades de machismo extremo, las mujeres tenemos estas dos posibilidades, ninguna más. Tenemos la opción de ser puras y castas, como se espera del papel de madre y esposa. En ese caso perteneceremos a un solo varón, pasaremos de ser propiedad del padre a serlo del marido, y si no hay padre, ya habrá algún hermano que se encargue, o algún tío. La otra opción consiste en no estar bajo el resguardo de ningún varón, no pertenecer a ningún hombre en concreto para serlo de todos, fuera del control y la protección que ofrece un padre o un marido. Santa o puta (si puta no os gusta, decid promiscua; si santa es demasiado, decid recatada). Elige. Pero no te quedes en un punto intermedio.
Habrá quien me diga que eso, aquí y ahora, lo mismo en Francia, no es así, que estoy exagerando. Y es verdad, nuestra vida es mucho más llevadera, no es tan cruda, aquí y ahora una mujer tiene ante sí muchas más posibilidades. Pero cuando se producen noticias como estas, nos percatamos de que, siendo nuestro abanico de opciones mucho más amplio (gracias al feminismo, no lo olvidemos), los límites patriarcales siguen vigentes para las mujeres. Y en los momentos de crisis o excepcionalidad (pensemos qué sucede en las guerras, pero también en las fiestas) afloran esas concepciones patriarcales extremas.
Todavía hoy, el insulto más grave que cabe proferir sigue siendo “hijo de puta”, porque ahí se cruzan las dos concepciones patriarcales antagónicas sobre qué es una mujer. La madre o la esposa de un hombre no puede ser una puta, y una puta no puede ser esposa ni madre; en la perspectiva patriarcal, eso es una monstruosidad, es algo inconcebible. La libertad y la facultad de elegir de las mujeres simplemente no existen para la mentalidad patriarcal. Los hombres y el estado patriarcal (con sus leyes y demás) establecen la norma: ellos han de decirnos dónde, cuándo, cómo comportarnos, y nosotras obedecer. No te tapes/no muestres tanto. Entre esos dos extremos debe encontrarse el equilibrio patriarcal.
Por eso necesitamos el feminismo. Para que nuestros cuerpos y nuestras vidas nos pertenezcan sólo a nosotras. Y por eso también la desobediencia sigue siendo un eslogan feminista. Desobediencia a los mandatos de género patriarcales, para que nuestros cuerpos dejen de ser un campo de batalla.